CANSADOS OJOS
de Moisés Azaña Ortega
“El anciano de blanca barba estaba sentado en el recodo de sus antiguos refugios de fugitivo. Derramaba sus recuerdos sobre su vieja amiga, su banca -una piedra- y la hedionda cueva que hoy le iba acompañar en su suicidio.”
El pasto dejó de ser verde ya hace mucho. Mis hijos poco a poco se fueron a aquella ciudad de nombre Lima y me olvidaron. Después de haberme esforzado por ellos, me han dejado para ser un podrido ermitaño sin fuerzas. El sabor de reír lo he perdido, el llanto lo ha reemplazado en sus faenas foráneas. Ni el viento hoy me corresponde, todos me ignoran y mi vida es lo único que poseo. Hasta mi ropa sucia de andrajos me está abandonando.
Hace pocos días, cuando todos soñaban, yo anduve despierto, temeroso por la salud aguda y truculenta de la señora que me trajo la felicidad, mi esposa. Ella exclamaba que me seguía amando –amor verdadero. Aunque yo muera, mi amor seguirá siendo real, sempiterno, lo llevaré por siempre donde esté, me decía respirando honda y agitadamente; el aire parecía que disminuía para ella, se acababa; sus lágrimas llenaban mi dolor. Siempre fui fuerte; sin embargo, ante aquel santiamén no resistí más, mis lágrimas cayeron sin sosiego junto a ella por los tantos acontecimientos que llevábamos como un crucifijo en el corazón. Los dos aplastados en la cama, vacía de sabanas, fría, yerta por la soledad, y un clima de brumas caídas estaba como acólito a nuestra melancolía desmesurada, adyacente a nosotros placía su candor una tenue llama de la vela que, como nuestras vidas, se desvanecía. Las horas no renuncian a su tarea, siguen laborando sin descanso, son eternas. A veces pienso que ellas también sufren por ser testigos de tantas muertes, es imperecedera su labor, la mía no. Hoy acaba.
Nuestros cuerpos trasladaban su calor uno a uno, átomo a átomo. Yo la sentía a ella con un inmenso calor, pero ella me decía que nunca antes había sentido tanto frío, como si le hubiesen puesto encima centenares de hielos enlazados. El sudor y las lágrimas se juntaron e hicieron una conjunción especial -celeste de dolor, celeste de amor- y se extendía un vaho de pujanza extremada de seguir viviendo, de seguir bebiendo el líquido de la vida para dar un último atisbo a nuestros hijos, un roce, un pedazo de aliento de aquellas manos que un lejano día nos dejaron, nos abandonaron sin la menor pena, sin el menor resentimiento. No añoran vernos y ese es el peor castigo que nos ha impuesto la vida; un dios no tan justo es lo que hoy siento, y no sé el porqué, pues yo siempre anduve con paso sencillo, humilde y correcto, y hasta creo que mi pecado fue el abusar de ser bueno con los demás, el dar todo y quedarme con nada -una absoluta nada.
El corazón de mi esposa cada vez andaba con mayor lentitud y su voz se iba consumiendo, se iba apagando. La función de la vela había acabado, pero sus ojos me dieron la luz de esperanza que necesitaba. La abracé muy fuerte y quedé sumido, junto a ella, en la pausa que damos para despertar al día ulterior. La diferencia del sueño durante aquella madrugada de invierno fue que ella quedó tan embelesada y arraigada en el sueño que ya no despertó. La fuerza interna que en mí dormía se levantó y obsequió un grito a todo el pueblo que, en segundos, todos estaban cuadrados en mi casa, dándome el pésame debido. Ningún pésame, por más sincero que haya sido, me calmaba. Del esparcimiento de mis ojos emanaba la tristeza en forma de agua… Era interminable y perturbable el dolor y sollozo que de mí rebalsaba. Todos se comprometieron a ayudarme en lo que estuviera a su alcance; no obstante, su prometida ayuda quedó en simples palabras, tan vacías como sus corazones abandonados de sentimientos.
Hoy, bajo este árbol, al costado de esta cueva, sobre mi piedra -que me ha acompañado en días sombríos-, noto que la vida, esa extensa carretera de tribulaciones, de acertijos herméticos, de chacras derrotadas y triunfos claroscuros, si es que desea, te devora de un bocado; en realidad, es uno el que deja de existir por su accionar rutinario, pero a veces simplemente se está bien un lunes y el martes se está en la tumba. Este frenesí disloca mis sentidos.
Uno muere y se lleva toda su nada, sí, toda su nada, más nada. De qué sirvió vivir; ¿para traer hijos al mundo, criarlos y luego dejarlos, o que te dejen, y así seguir todos en un espiral infinito e infinitamente renegado, ayudando o no? Qué guiñaposa es mi vida, eso es lo que siento en el momento y lo exhalo. Todos vamos tejiendo un eslabón de sueños, luchamos por ellos y al final qué, ¿el paraíso te espera?... Una pena dilatada me va carcomiendo y de mis endógenas venas germina un peldaño de fuerza para seguir despierto y continuar escribiendo unas cuantas uniones más de vocales y consonantes de modo que el que me encuentre pueda saber que no en vano viví. Así, veo pasar mi vida en este inmenso lago de bríos y pasiones sin cabeza, misterios que prenden su interrogación a diario y que pocos o nadie las resuelve. Todos por la carretera que, cruzan todos, para llegar a un mismo fin: la muerte.
Viene un céfiro helado para que me vaya, y le digo: “no te preocupes pues ya me voy, te dejaré mi cuerpo de recuerdo para que así sepas que existí, dejando un vestigio en esta tierra ubérrima y llena de enigmas”. Aquí estoy llevando a la muerte mi soledad, y sin auxilio de persona alguna, ahora que más los necesito, nadie viene; nadie pregunta por mí; a nadie le interesa mi existencia. Si hasta he escuchado murmurar “cuándo se morirá ese viejo, pobrecito, pues, demasiado sufre”; eso me causa pena y me hace llorar; mi alma ya anda quebrada y por cualquier trivial situación impregno kilómetros de lágrimas en el pavimento.
Miro al cielo y busco una luz que me diga que me estás viendo, que me estás cuidando y que me sigues amando como me lo expresaste minutos antes que me dejes solo con mi llanto afligido. La vida, ¡ay vida!. Tranquilidad, eso es lo que necesito, pero mi estado trémulo y asfixiante disfraza todo de imposible y por ello la tranquilidad se pierde en la lontananza. Quisiera llenarme de vida, de esperanzas, pero sólo exhalo un grito desahuciado. Es que es difícil cuando uno pisa el ocaso de la vida, levantarse y seguir edificando una sonrisa; hoy el tiempo habla y los silencios retuercen todo, veo como caen al suelo tempestades dolorosas que despiertan heridas; mis ojos andan cansados de ver mi cúmulo de sufrimiento –la muerte se ha olvidado de mí… Yo iré a buscarla.
Si mis hijos viniesen y mi mujer resucitara seguro que cambiaría esta opción espantosa de dejar la vida, impertérritamente, como desafiando al Todopoderoso, pero veo que mi idea es una utopía. Hoy ni la luna me deposita su apoyo, pues no quiere ser cómplice de esta arruinada noche. Mi última noche, el último aire que respiro, la última oscuridad que percibo, después de tantas veces que ha sido mi primordial compañía. Ese dedo redentor, en este lazo de minutos, cubre mi sábana nocturna de un matiz lóbrego y en su misterio clava una mentira fehaciente: la esperanza de encontrarnos después de la muerte. “Esta epístola ha sido la única evidencia que se encontró junto a un hombre de edad avanzada. La tenía enérgicamente agarrada -abrazándola junto a su pecho. Yacía desnudo, muerto, exhalando un olor fúnebremente nauseabundo bajo una cueva donde -en la otra mano-, sostenía otra mano, era la de una señora en suma descomposición hedionda, su esposa.”
EPA EPA ESTA, INTERESANTE ESTA HISTORIA,FELICITACIONES PARA SU KREADOR KE SIGA ASI HASTA LLEGAR A SUMERGIRSE EN EL INMENSO MAR DE LETRAS Y PENSAMIENTOS....EXITOS.....
ResponderBorrarhola moises , esta bueno tu escrito, espero sigas asi , recuerda que los sueños son el alimento de nuestros logros , haber si compartimos escritos , sobre todo de nuestra realidad nacional que devilita nuestra moral pero no nuestros sueños que estan en nuestro corazon y es lo que nos hace alcanzar nuestras metas lo mejor para ti moises ...julio
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