Saludos a todos los lectores.
Los invito a leer este relato que está incluido en el libro Lima, hora cero (1954) del autor Enrique Congrains Martín (Lima 1932- Bolivia 2009).
La pobreza y la ingenuidad son presentadas como inherentes a la gente provinciana, lo cual se constituye en las debilidades aprovechadas por los limeños. Una crítica directa al comportamiento discriminante cuya arista- en este cuento-es el engaño.
El niño de Junto al Cielo
Por alguna
desconocida razón, Esteban había llegado al lugar exacto, precisamente al único
lugar..., Pero, ¿no sería, más bien, que "aquello" había venido hacia
él? Bajó la vista y volvió a mirar. Sí, ahí seguía el billete anaranjado, junto
a sus pies, junto a su vida. ¿Por qué,
por qué él? Su madre se había encogido de hombros al pedirle él, autorización
para conocer la ciudad, pero después le advirtió que tuviera cuidado con los
carros y con las gentes. Había descendido desde el cerro hasta la carretera y,
a los pocos pasos, divisó "aquello" junto al sendero que corría
paralelamente a la pista.
Vacilante,
incrédulo, se agachó y lo tomó entre sus manos. Diez, diez, diez, era un
billete de diez soles, un billete que contenía muchísimas pesetas, innumerables
reales. ¿Cuántos reales, cuántos medios, exactamente? Los conocimientos de
Esteban no abarcaban tales complejidades y, por otra parte, le bastaba con
saber que se trataba de un papel anaranjado que decía "diez" por sus
dos lados. Siguió por el sendero, rumbo
a los edificios que se veían más allá de ese otro cerro cubierto de casas,
Esteban caminaba unos metros, se detenía y sacaba el billete de su bolsillo
para comprobar su indispensable presencia. ¿Había venido el billete hacia él
-se preguntaba- o era él, el que había ido hacia el billete?
Cruzó la
pista y se internó en un terreno salpicado de basura, desperdicios de
albañilería y excremento; llegó a una calle y desde allí divisó al famoso
mercado, el Mayorista, del que tanto había oído hablar. ¿Eso era Lima, Lima,
Lima...? La palabra le sonaba a hueco. Recordó: que su tío le había dicho que
Lima era una ciudad grande, tan grande que en la ella vivía un millón de
personas, ¿La bestia con un millón de
cabezas? Esteban había soñado hacía unos días, antes del viaje, en eso: una
bestia con un millón de cabezas y ahora, él con cada paso que daba iba
internándose dentro de la bestia.
Se detuvo,
miró y meditó: la ciudad, el Mercado Mayorista, los edificios de tres y cuatro
pisos, los autos, la infinidad de gentes -algunas como él, otras no como él- y
el billete anaranjado, quieto, dócil en el bolsillo de su pantalón. El billete
llevaba el "diez" por ambos lados y en eso se parecía a Esteban. El
también llevaba el "diez" en su rostro y en su conciencia. El
"diez años" lo hacía sentirse seguro y confiado, pero sólo hasta
cierto punto. Antes cuando comenzaba a tener noción de las cosas y de los
hechos la meta, el horizonte, había sido fijado en los diez años. ¿Y ahora? No,
desgraciadamente no. Diez años no era todo. Esteban se sentía incompleto aún.
Quizá si cuando tuviera doce, quizá si cuando llegara a los quince. Quizá ahora
mismo, con la ayuda del billete anaranjado. Estuvo dando algunas vueltas,
atisbando dentro de la bestia, hasta que llegó a sentirse parte de ella. Un
millón de cabezas y ahora una más. La gente se movía, se agitaba, unos iban en
una dirección, otros en otra y él, Esteban, con el billete anaranjado quedaba
siempre al centro de todo, en el ombligo mismo.
Unos muchachos de su edad jugaban en la vereda. Esteban se detuvo a unos
metros de ellos y quedó observando el ir y venir de las bolas; jugaban dos y el
resto hacía ruedo. Bueno, había andado unas cuadras, y por fin encontraba seres
como él, gente que no se movía incesantemente de un lado a otro. Parecía, por
lo visto, que también en la ciudad había seres humanos. ¿Cuánto tiempo estuvo
contemplándolos? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? ¿Una hora, acaso dos? Todos
los chicos se habían ido, todos menos uno. Esteban quedó mirando mientras su
mano dentro del bolsillo acariciaba el billete: -¡Hola, hombre! -Hola...
-respondió Esteban susurrando, casi. El chico era más o menos de su misma edad
y vestía pantalón y camisa de un mismo tono, algo que debió ser kaki en otros
tiempos, pero que ahora pertenecía a esa categoría de colores vagos e indefinidos.
-¿Eres de
por acá? -le preguntó a Esteban. -Sí, este... -se aturdió y no supo cómo
explicar que vivía en el cerro y que estaba en viaje de exploración a través de
un millón de cabezas. -¿De dónde ah?- se había acercado y estaba frente a
Esteban. Era más alto y sus ojos inquietos le recorrían de arriba abajo. -¿De
dónde, ah? -volvió a preguntar.-De allá, del cerro- y Esteban señaló en la
dirección en que había venido.-¿San Cosme?
Esteban meneó la cabeza negativamente. ¿Del Agustino?
-¡Sí, de
ahí! -Exclamó sonriendo. Ese era el nombre, y ahora lo recordaba. Desde hacía
meses cuando se enteró de la decisión de su tío de venir a radicarse en Lima,
venía averiguando cosas de la ciudad. Fue así como supo que Lima era muy
grande, demasiado grande, tal vez; que había un sitio que se llamaba Callao y
que allí llegaban buques de otros países; que habían lugares muy bonitos,
tiendas enormes, calles larguísimas.. ¡Lima…! Su tío había salido dos meses
antes que ellos con el propósito de conseguir casa. Una casa. ¿En qué sitio
será?, le había preguntado a su madre. Ella tampoco sabía. Los dos corrieron, y
después de muchas semanas llegó la carta que ordenaba partir. ¡Lima...! ¿El
cerro del Agustino, Esteban? Pero él no lo llamaba así. Ese lugar tenía otro
nombre. La choza que su tío había levantado quedaba en el barrio de Junto al
Cielo. Y Esteban era el único que lo sabía. -Yo no tengo casa ... -dijo el
chico después de un rato. Tiro una bola contra la tierra y exclamó: -Caray, no
tengo. -¿Dónde vives, entonces? -se animó a inquirir Esteban. El chico recogió
la bola, la froto en su mano y luego respondió: -En el mercado, cuido la fruta,
duermo a ratos ... - Amistoso y sonriente, puso una mano sobre el hombro de
Esteban y pregunto:
-¿Cómo te
llamas tú?
-Esteban...
-Yo me
llamo Pedro -tiró la bola al aire y la recibió en la palma de su mano-. Te
juego, ¿ya Esteban?
Las bolas
rodaron sobre la tierra, persiguiéndose mutuamente. Pasaron los minutos,
pasaron hombres y mujeres junto a ellos, pasaron autos por la calle, siguieron
pasando los minutos. El juego había terminado. Esteban no tenía nada que hacer
junto a la habilidad de Pedro. Las bolas al bolsillo y los pies sobre el
cemento gris de la acera. ¿A dónde, ahora? Empezaron a caminar juntos. Esteban
se sentía más a gusto en compañía de Pedro, que estando solo. Dieron algunas
vueltas. Más y más edificios. Más y más gentes. Más y más autos en las calles.
Y el billete anaranjado seguía en el bolsillo. Esteban lo recordó.
-¡Mira lo
que me encontré! -lo tenía entre sus dedos y el viento lo hacía oscilar
levemente.
-¡Caray!
-exclamo Pedro y lo tomó, examinando al detalle- ¡Diez soles, caray! ¿Dónde lo
encontraste? -Junto a la pista, cerca al cerro -explicó Esteban. Pedro le
devolvió el billete y se concentró un rato. Luego preguntó: -¿Qué piensas
hacer, Esteban?
-No sé,
guardarlos, seguro… -y sonrió tímidamente.
-¡Caray, yo
con una libra haría negocios, palabras que sí! -¿Cómo?
Pedro hizo
un gesto impreciso que podía revelar, a un mismo tiempo, muchísimas cosas. Su
gesto podría interpretarse como una total despreocupación por el asunto -los
negocios- o como una gran abundancia de posibilidades y perspectivas. Esteban
no comprendió.
-¿Qué clase
de negocio, ah? -¡Cualquier clase, hombre!- pateó una cáscara de naranja que
rodó desde la vereda hasta la pista; casi inmediatamente pasó un ómnibus que la
aplanó contra el pavimento-. Negocios hay de sobra, palabra que sí. Y en unos
dos días cada uno de nosotros podría tener otra libra en el bolsillo. -¿Una libra más? -preguntó Esteban asombrándose.
-¡Pero
claro, claro que sí...! -volvió a examinar a Esteban y le preguntó:
- ¿Tú eres
de Lima? Esteban se ruborizó. No, él no había crecido al pie de las paredes
grises, ni jugaba sobre el cemento áspero e indiferente. Nada de eso en sus
diez años, salvo lo que ese día. -No, no soy de acá, soy de Tarma: llegué
ayer…-¡Ah! -exclamó Pedro, observándolo fugazmente- ¿De Tarma, no? Había dejado
atrás el mercado y estaban junto a la carretera. A medio kilómetro de distancia
se alzaba el cerro del Agustino, el barrio de Junto al Cielo, según Esteban.
Antes del viaje en Tarma, se había preguntado: ¿Iremos a vivir en Miraflores,
al Callao, a San Isidro, a Chorrillos, en cuál de esos barrios quedará la casa
de mi tío? Habían tomado el ómnibus y después de varias horas de pesado y
fatigante viaje arriban a Lima. ¿Miraf1ores? ¿La Victoria? ¿San Isidro?
¿Callao? ¿A dónde Esteban, a dónde? Su tío había mencionado el lugar y era la
primera vez que Esteban lo oía nombrar. Debe ser algún barrio nuevo pensó. Tomaron
un auto y cruzaron calles y más calles. Todas diferentes pero cosa curiosa,
todas parecidas también El auto los dejó al pie de un cerro. Casas junto al
cerro, casas en mitad del cerro, casas en la cumbre del cerro. Habían subido y
una vez arriba junto a la choza que había levantado su tío Esteban contempló a
la bestia de un millón de cabezas. La “cosa” se extendía y se desparramaba,
cubriendo la tierra de casas, calles, techos, edificios. Más allá de lo que su
vista podía alcanzar. Entonces Esteban había levantado los ojos, y se había
sentido tan encima de todo -o tan abajo, quizá- que había pensado que estaba en
el barrio de Junto al Cielo.
-Oye,
¿quisieras entrar en algún negocio, conmigo? Pedro se había detenido y lo
contemplaba, esperando respuesta.
-¿Yo...?
-titubeando preguntó:
-¿Qué clase
de negocios? ¿Tendrían otro billete mañana?
-¡Claro que
sí, por supuesto? -afirmó resueltamente.
La mano de
Esteban acarició el billete y pensó que podría tener otro billete más, y otro
más y muchos más. Muchísimos billetes más, seguramente. Entonces el "diez
años" sería esa meta que siempre habían soñado. -¿Qué clase de negocios se
puede, ah? -preguntó Esteban. Pedro sonrió y explicó:
-Negocios
hay muchos... Podríamos comprar periódicos v venderlos por Lima: podríamos
comprar revistas, chistes... -hizo una pausa y escupió con vehemencia. Luego
dijo, entusiasmado:
-Mira,
compramos diez soles de revistas y las vendemos ahora mismo, en la tarde, y
tenemos quince soles, palabra.
-¿Quince
soles?
-¡Claro,
quince soles! ¡Dos cincuenta para ti y dos cincuenta para mí! ¿Qué te parece?
Convinieron en reunirse al pie del cerro dentro de una hora; convinieron en que
Esteban no diría nada, ni a su madre ni a su tío; convinieron en que venderían
revistas y que de la libra de Esteban, saldrían muchísimas otras. Esteban había
almorzado apresuradamente y le había vuelto a pedir permiso a su madre para
bajar a la ciudad. Su tío no almorzaba con ellos, pues en su trabajo le daban
de comer gratis, completamente gratis, como había recalcado al explicar su
situación. Esteban bajó por el sendero ondulante, saltó la acequia y se detuvo
al borde de la carretera, justamente en el mismo lugar en que había encontrado,
en la mañana, el billete de diez, soles. Al poco rato apareció Pedro y
empezaron a caminar juntos, internándose dentro de la bestia de un millón de
cabezas. -Vas a ver qué fácil es vender revistas, Esteban. Las ponemos en
cualquier sitio, la gente las ve y, listo, las compran para sus hijos. Y si
queremos, nos ponemos a gritar en la calle el nombre de las revistas, y así
vienen más rápido... ¡Y vas a ver qué bueno es hacer negocios...-¿Queda muy
lejos el sitio? -preguntó Esteban, al ver que las calles seguían alargándose
casi hasta el infinito. Qué lejos había quedado Tarma, qué lejos había quedado
todo lo que hasta hacía unos días había sido habitual para él. -No, ya no.
Ahora estamos cerca del tranvía y nos vamos gorreando hasta el centro. -¿Cuánto
cuesta el tranvía?
-¡Nada,
hombre! -y se rió de buena gana- Lo tomamos no más y le decimos al conductor
que nos deje ir hasta la Plaza San Martín. Más y más cuadras. Y los autos,
algunos viejos, otros increíblemente nuevos y flamantes, pasaban veloces, rumbo
sabe Dios dónde.-¿Adónde va toda esa gente en auto? Pedro sonrió y observó a
Esteban. Pero, ¿a dónde iban realmente? Pedro no halló ninguna respuesta
satisfactoria y se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Más y más
cuadras, Al fin terminó la calle y llegaron a una especie de parque.-¡Corre!
-le gritó Pedro, de súbito, El tranvía comenzaba a ponerse en marcha.
Corrieron. Cruzaron en dos saltos la pista y se encaramaron al estribo. Una vez
arriba se miraron sonrientes. Esteban empezó a perder el temor y llegó a la
conclusión de que seguía siendo el centro de todo. La bestia de un millón de
cabezas no era tan espantosa como había soñado, y ya no le importó estar
siempre, aquí o allá en el centro mismo, en el ombligo mismo de la bestia.
Parecía que el tranvía se había detenido definitivamente, esta vez, después de
una serie de paradas. Todo el mundo se había levantado de sus asientos y Pedro
lo estaba empujando.
-Vamos,
¿qué esperas? -¿Aquí es? -Claro, baja.
Descendieron
y otra vez a rodar sobre la piel de cemento de la bestia. Esteban veía más
gente y las veía marchar -sabe Dios dónde- con más prisa que antes. ¿Por qué no
caminaban tranquilos, suaves, con gusto como la gente de Tarma? -Después
volvemos y por estos mismos sitios vamos a vender las revistas.
-Bueno
-asintió Esteban. El sitio era lo de menos, se dijo, lo importante era vender
las revistas, y que la libra se convertiría en varias más. Eso era lo
importante. -¿Tú tampoco tienes papá? -le preguntó Pedro, mientas doblaban
hacia una calle por la que pasaban los rieles del tranvía. -No, no tengo... -y
bajó la cabeza, entristecido. Luego de
un momento, Esteban preguntó:-¿Y tú? -Tampoco, ni papá ni mamá. -Pedro se
encogió de hombros y apresuró el paso. Después inquirió descuidadamente:
-¿Y al que
le dices "tío"? -Ah... Él vive con mi mamá, ha venido a Lima de
chofer... –calló, pero enseguida dijo: -Mi papá murió cuando yo era chico...
-¡Ah,
caray...! ¿Y tú "tío", que tal te trata? -Bien: no se mete conmigo
para nada. -¡Ah! Habían llegado al lugar. Tras un portón se veían un patio más
o menos grande, puertas, ventanas, y dos letreros que anunciaban revistas al
por mayor.-Ven, entra- le ordenó Pedro.
Esteban
entró. Desde el piso hasta el techo había revistas, y algunos chicos como
ellos, dos mujeres y un hombre, seleccionaban sus compras. Pedro se dirigió a
uno de los estantes y fue acumulando revistas bajo el brazo. Las contó y volvió
a revisarlas.-Paga. Esteban vaciló un momento. Desprenderse del billete
anaranjado era más desagradable de lo que había supuesto. Se estaba bien
teniéndolo en el bolsillo y pudiendo acariciarlo cuantas veces fuera necesario.
-Paga- repitió Pedro, mostrándole las revistas a un hombre gordo que controlaba
la venta. -¿Es justo una libra?-Sí, justo. Diez revistas a un sol cada una.
Oprimió el billete con desesperación pero al fin terminó por extraerlo del
bolsillo. Pedro se lo quitó rápidamente de la mano y lo entregó al hombre.
-Vamos -dijo jalándolo. Se instalaron en la Plaza San Martín y alinearon las
diez revistas en uno de los muros que circunda el jardín. Revistas, revistas,
revistas señor, revistas señora, revistas, revistas. Cada vez que una de las
revistas desaparecía con un comprador, Esteban suspiraba aliviado. Quedaban
seis revistas y pronto de seguir así las cosas, no habría de quedar
ninguna.-¿Qué te parece, ah? -preguntó Pedro, sonriendo con orgullo.-Está
bueno, está bueno... -y se sintió enormemente agradecido a su amigo y socio.
Revistas, revistas. ¿No quiere un chiste, señor? El hombre se detuvo y examinó
las carátulas. ¿Cuánto? Un sol cincuenta, no más... La mano del hombre quedó
indecisa sobre dos revistas. ¿Cuál, cuál llevará? Al fin se decidió. Cóbrate y
las monedas cayeron, tintineantes al bolsillo de Pedro. Esteban se limitaba a
observar, meditaba y sacaba sus conclusiones: una cosa era soñar allá en Tarma,
con una bestia de un millón de cabezas, y otra era estar en Lima, en el centro
mismo del universo, absorbiendo y paladeando con fruición la vida.
El era el
socio capitalista y el negocio marchaba estupendamente bien. Revistas,
revistas, gritaba el socio industrial, y otra revista más que desaparecía en
manos impacientes. ¡Apúrate con el vuelto!, exclamaba el comprador. Y todo el
mundo caminaba aprisa, rápidamente. ¿A dónde van que se apuran tanto?, pensaba
Esteban.
Bueno,
bueno, la bestia era una bestia bondadosa, amigable aunque algo difícil de
comprender. Eso no importaba: seguramente con el tiempo, se acostumbraría. Era
una magnífica bestia que estaba permitiendo que el billete de diez soles se
multiplicara. Ahora ya no quedaban más que dos revistas sobre el muro. Dos nada
más, y ocho desparramándose por desconocidos e ignorados rincones de la bestia.
Revistas, revistas, chistes a sol cincuenta, chistes... Listo, ya no quedaba
más que una revista y Pedro anunció que eran las cuatro y media.
-¡Caray, me
muero de hambre, no he almorzado... -prorrumpió luego.
-¿No has
almorzado? -No, no he almorzado... -observó a posibles compradores entre las
personas que pasaban y después surgió: -¿Me podría ir a comprar un pan o un
bizcocho? -Bueno-aceptó Esteban, inmediatamente. Pedro sacó un sol de su
bolsillo y explicó:
-Esto es de
los dos cincuenta de mi ganancia, ¿ya?
-Sí, ya sé.
-¿Ves ese cine? -preguntó Pedro señalando a uno que quedaba en la esquina.
Esteban asintió-. Bueno, sigues por esa calle y a mitad de cuadra hay una tiendecita
de japoneses. Anda y cómprame un pan con jamón o tráeme un plátano y galletas,
cualquier cosa, ¿ya Esteban?-Ya.
Recibió el
sol, cruzó la pista, pasó por entre dos autos estacionados y tomó la calle que
le había indicado Pedro. Sí, ahí estaba la tienda. Entró.
-Deme un
pan con jamón -pidió a la muchacha que atendía.
Sacó un pan
de la vitrina, lo envolvió en un papel y se lo entregó. Esteban puso la moneda
sobre el mostrador. -Vale un sol veinte- advirtió la muchacha.
-¡Un sol
veinte...! -devolvió el pan y quedó indeciso un instante. Luego decidió:-Deme
un sol de piletas, entonces.
Tenía el
paquete de galletas en la mano y andaba lentamente. Pasó junto al cine y se
detuvo a contemplar los atrayentes avisos. Miró a su gusto y, luego, prosiguió
caminando. ¿Habría vendido Pedro la revista que le quedaba?
Más tarde,
cuando regresara a Junto al Cielo, se sentiría feliz, absolutamente feliz.
Pensó en ello, apresuró el paso, atravesó la calle, espero que pasaran unos
automóviles y llegó a la vereda a veinte a treinta metros más allá había
quedado Pedro. ¿O se había confundido? Por qué ya Pedro no estaba en ese lugar,
ni en ningún otro. Llegó al sitio preciso y nada, ni Pedro, ni revistas, ni
quince soles, ni... ¿Cómo había podido perderse o desorientarse? Pero, ¿no era
ahí donde habían estado vendiendo las revistas? ¿Era o no era? Miró a su
alrededor. Sí, en el jardín de atrás seguía la envoltura de un chocolate. El
papel era amarillo con letras rojas y negras, y él lo había notado cuando se
instalaron, hacía más de dos horas. Entonces, ¿no se había confundido? ¿Y
Pedro, y los quince soles, y la revista?
Bueno, no
era necesario asustarse, pensó. Seguramente se había demorado y Pedro lo estaba
buscando. Eso tenía que haber sucedido, obligadamente. Pasaron los minutos. No,
Pedro no había ido a buscarlo: ya estaría de regreso de ser así. Tal vez había
ido con un comprador a conseguir cambio. Más y más minutos fueron quedando a
sus espaldas. No, Pedro no había ido a buscar sencillo: ya estaría de regreso,
de ser así. ¿Entonces...?
-Señor,
¿tiene hora? -le preguntó a un joven que pasaba.
-Sí las
cinco en punto. Esteban bajó la vista, hundiéndola en la piel de la bestia y
prefirió no pensar. Comprendió que de hacerla, terminaría llorando y eso no
podía ser. Él ya tenía diez años, y diez años no eran ocho, ni nueve. ¡Eran
diez años! -¿Tiene hora, señorita?
-Sí –sonrió
y dijo con una voz linda-. Las seis y diez y se alejó presurosa.
¡Y Pedro, y
los quince soles y la revista…! ¿Dónde están? Desgraciadamente no lo sabía y
solo quedaba la posibilidad de esperar y seguir esperando...
-¿Tiene
hora. Señor? -Un cuarto para las siete.-Gracias.
¿Entonces...?
Entonces. ¿Ya Pedro no iba a regresar…? ¿Ni Pedro ni los quince soles, ni la
revista iban a regresar entonces…? Decenas de letreros luminosos se habían
encendido. Letreros luminosos que se apagaban y se volvían a encender; y más y
más gente sobre la piel de la bestia. Y la gente caminaba con más prisa ahora.
Rápido, rápido, apúrense, más rápido aún, más, más, hay que apurarse muchísimo
más, apúrense más... Y Esteban permanecía inmóvil, recostado en el muro, con el
paquete de galletas en la mano y con las esperanzas en el bolsillo de Pedro...
Inmóvil, dominándose para no terminar en pleno llanto.
Entonces,
¿Pedro lo había engañado...? ¿Pedro, su amigo, le había robado el billete
anaranjado...? ¿O no sería más bien, la bestia con un millón de cabezas la
causa de todo…? Y, ¿acaso no era Pedro parte integrante de la bestia...?
Sí y no.
Pero ya nada importaba. Dejó el muro, mordisqueó una galleta y desolado, se
dirigió a tomar el tranvía.
me agrado el cuento , realmente me gustó. saludos de 4º mario vargas llosa ¡¡¡¡¡¡=)
ResponderBorrarprof. sU bolg esta bacaN
ResponderBorrar.sabe que profe a mi su cuento me parecio bonito ya pero no me gusto el final.........
ResponderBorraryo creo q con oto final seria mejor jajaja
XD wueno ....bye
me gusto muchísimo......lo voy imprimir para que mi explotador p`rofesor no me ponga mala noota jjjajjja mentira...¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡pongame 20!!!!!!!!!!!!!!
ResponderBorrarla obra me gusto y a la ves me desagrado por las humillaciones y maltratos que aparecen en el libro pero no me gusto el final
ResponderBorrarla obra estuvo bueno y triste por las humillaciones y maltratos que aparecen en el libro-4 cesar vallejo
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