Un cuento siniestro del autor uruguayo Horacio Silvestre Quiroga Forteza (1878- 1937).
La gallina degollada
Todo el día, sentados en el patio en
un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz.
Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con
la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al
oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco
metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el
sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz
enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se
animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco,
zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes
sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y
mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío
letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las
piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor
ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un
poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían
sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y
Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un
porvenir mucho más vital: un hijo: ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa
honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo
amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas
posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y
cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su
felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio.
Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la
mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa
atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros
paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el
instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso,
colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba
ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico
afuera.
—A usted se le puede decir; creo que
es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su
idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero
dígame: ¿Usted cree que es herencia, que?...
—En cuanto a la herencia paterna, ya
le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un
pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo.
Hágala examinar bien.
Con el alma destrozada de
remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba
los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a
Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso
todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de
risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las
convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda
desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre
todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no
alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e
inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas
llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre
la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse
el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa
amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo
que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el
instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse.
Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de
los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro.
Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se
reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí
bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener
nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en
ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su infructuosidad, se
agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le
correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante
las cuatro bestias que habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa
necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones
inferiores.
Iniciáronse con el cambio de
pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera
se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini,
que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los
muchachos.
Berta continuó leyendo como si no
hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato—
que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella
con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta
así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó
claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga
la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy
pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué, no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no
soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con
brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por
fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres
decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer choque y le
sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían
con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años
con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció,
sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la
pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta
cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los
otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran
obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus
almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de
perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel
sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el
veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido
el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel
fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se
contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que
el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya
para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba
de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca.
Pasaban casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota
caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro
años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres
absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y
el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el
motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más
despacio? ¿Cuántas veces?. . .
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó!
No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te
creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto
a ti. . . ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que
dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que
has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes
apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido
padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera
tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro
tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te
dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la
mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor
violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A
la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa
fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una
vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes
fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras
Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían,
sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después
de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una
gallina.
El día radiante había arrancado a los
idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina
al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este
buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración
tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a
otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la
cocina.
Berta llegó; no quería que jamás
pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad
reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando
más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su
humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos!
¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas,
brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos.
La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al
bajar el sol volvieron;, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de
enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían
movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,
comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes
que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su
mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería
observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.
Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada,
pero faltaba aún. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada
indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio
, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre
sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie
para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había
animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los
ojos de su hermana, mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando
cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que
habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho
ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo
la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró
imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y
cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar
más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran
plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde
esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida
segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó
oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a
Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no
oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Bertita a
dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya
alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su
corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya
desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un
mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de
horror.
Berta, que ya se había lanzado
corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y
respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la
muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado
de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de
él con un ronco suspiro.